Bienvenido a ti mismo, a ti misma

Espero que mis testimonios personales como buscador espiritual y como facilitador en procesos de desarrollo humano te sirvan para conseguir el propósito de tu vida : ser mas feliz , y estar mas en contacto con tu paz interior y con la reserva infinita de silencio y amor que te esperan en el interior de tu propio corazón.

Puedo enseñarte a meditar, acompañarte en procesos psicoterapeuticos, indicarte cuales son tus mayores ventajas sicoastrológicas, susurrarte sonidos ancestrales para que entres en tu propia sabiduria. Pero lo esencial es que decidas ya mismo orientar tu vida hacia lo mas significativo :la búsqueda de lo sagrado.

UNA VENTANA ABIERTA HACIA TU PROPIO SER Y TU PROPIA LIBERTAD : www.tumeditacion.com

UNA VENTANA ABIERTA HACIA TU PROPIO SER Y TU PROPIA LIBERTAD : www.tumeditacion.com
una ventana abierta hacia tu alma

miércoles, 9 de febrero de 2011

un cuento literario , que publiqué hace años en el periodico "El Tiempo" : EN EL MAR, CON TERESA

 EN EL MAR, CON TERESA


Esa madrugada le recordó otra vez que el mar tenia la culpa de todo. Era ley que cuando concerniera con sus límites invisibles, atestara una desgracia. Pensó en esto aun al mirar el oleaje por la ventana. Al salir de la cabaña casi sospechó lo que pasaría esa noche, pero por ponerse a tirarle piedritas al agua se le hundió el presentimiento, dejándole una angustia que le atribuyo a que era domingo.

Caminó despacio junto a la orilla. Vio su sombra sobre la arena mojada del puerto. Las olas se desmayaban sobre el atracadero repleto de buques de carga, que descansaban sobre un arrume flotante de latas vacías, madera corroida y fruta descompuesta. Llego hasta la trastienda del restaurante sin relacionar a los extraños que desayunaban en el comedor que daba a la calle con el yate que había vislumbrado un momento antes. Era una embarcación amarilla, muy lujosa, que resaltaba entre los barcos mohosos por su belleza. Todos en el cacerio se habían quedado lelos al verla, menos Sebastián que paso de largo pensando en su padre. Rebeca le trajo el café con leche y los tres panes sin dirigirle la palabra porque el nunca le respondía. Comió sin atender a la conversación de los turistas que se colaban por la cortina.

En cambio se dispuso a ejecutar cada uno de los actos desaliñados que la monotonía le había fijado como obligación. Volver a la cabaña… mirar el mar por un rato… asear las habitaciones despobladas… regresar a comer en la fonda… dormirse a las siete. Esta vez no cumplió con ninguno de ellos. Todo se le trastocó desde que al cruzar por el comedor para salir distinguió esos ojos insuperables que lo miraban desde una mujer. Era ella.

El aire de la calle estaba recién filtrado por la llovizna. Lo inspiró sin darse cuenta de que algo excepcional comenzaba a ocurrirle. No se percato tampoco de que la mujer era extranjera, de que se sentía sola. En vez de regresar como siempre a la cabaña a mirar el mar desde la terraza, se dirigió sin saber por qué a la ensenada. Se quedo ahí, sentado en un tronco de palmera podrido en un extremo, hasta bien finalizado el atardecer. Lo primero que hizo fue mirar el golpe de las olas sobre el coral. Después miro sus huellas en el piso y al observar que la brisa las tapaba lentamente con minúsculos granitos de arena, jugó a no moverse de su puesto hasta que estuvieran borradas. Entonces se puso más cómodo y espero. La marea estaba bajando. El sol era abrasante como en el desierto. Al mediodía la piel empezó a enrojecerse y se sintió mareado pero continuo quieto. Un estado febril causado por la insolación lo llevo a esa noche en que aterrizo con sus padres en los alrededores del pueblo, porque la avioneta estaba fallando. Iban en viaje de vacaciones. Luego de una hora de revisar el motor, el piloto les informo que solo hasta la tarde del día siguiente podrían despegar. Eso implicaba que se iban a perder la inauguración de los carnavales. Al amanecer trataron de conformarse con la sorpresa de que había caído al lado del mar. La playa extensa los indujo de inmediato a bañarse. Sebastián prefirió hacer un castillo de arena. Mientras tanto sus padres, cogidos de la mano, estaban siendo avasallados por la inmensidad maldita del océano. Ese mismo día le expresaron se determinación de no moverse del poblado jamás, a partir de ese instante. El se rebeló, lloró, les rogó que por lo menos fueran al carnaval, no les hablo durante diez días, exprimió todos sus argumentos, ignoró con su inocencia de niño que ese era también su destino. Solo vino a calmarse semanas mas tarde cuando ellos lograron exponerle con suficiente poder de convicción lo felices que iban a ser en ese mar incomparable. A los cinco meses ya tenían cambiada la avioneta por un bote de pesca deportiva y una cabaña de playa. Todos los días se divertían él y su padre agarrando los pescados más grandes del golfo. Mamá y papá conseguirían la paz que querían y él seria un gran marinero viajando por los paisajes del mundo. Sebastián contrastó esas esperanzas con el resultado final: una noche lluviosa en que un trabajador del muelle golpeó el portón. Con pocas palabras le basto para enterarse de que tenía que salir a reconocer los cadáveres hinchados de sus padres recién devueltos por la marea a diez kilómetros de distancia. Se habían suicidado. El mismo día del entierro él arregló su porvenir yendo a casa de Rebeca a regalarle el bote a su esposo. Les prohibió que le dieran las gracias. Enfatizo en que su acto era motivado únicamente por la repulsión que le tenía a la chalupa. En retribución le ofrecieron darle siempre comida gratis en el restaurante. Entonces se encerró en la cabaña siete días, que fue lo que necesito para tomar la decisión invariable de que moriría de viejo a pesar de la incontable miseria, la infecciosa desesperanza que presintió le aguardarían a cada instante. Esa noche, la única feliz, no fue menos incapaz de enterrar su padecimiento.

El mar ya comenzaba a devolverse. Sus embestidas contra el banco de coral le disparaban a Sebastián chorritos de agua por todo el cuerpo. Miró sus piernas descubiertas a los rayos solares. Las toco y un dolor agudo le retiro la mano. El atardecer se asentaba en la playa. Volvió a pensar en su padre, en sus bigotes puntudos. Recordó una mañana, al poco tiempo de instalados, en que se metieron los dos al bote en plan de pescar algo para el almuerzo. Mamá les dijo que no se demoraran y ellos prometieron el ejemplar más suculento de todos. Al mediodía, viendo los anzuelos sin presa, recurrieron a echar la red. Por la noche su papá le dijo que no fuera cobarde. Que de todos modos se quedarían en el océano esperando atrapar algo, porque no iban a regresar sin nada. La marejada casi hundió la embarcación esa noche. Pasados tres días la frustración de su padre era tal, que no bastaron otros cuatro viendo a Sebastián tiritando de hambre, rogándole que volvieran, para que aceptara regresar al puerto. La noche del séptimo día, sin decir nada, apuntó el bote hacia el atracadero. Sebastián fue incapaz de refregarle que cinco días atrás le había advertido que era inútil quedarse. Lo dejo en paz, con ese sentimiento de derrota que se le impregno hasta el día del suicidio. Mamá los vio llegar desde la cabaña. Venían sucios, tristes. No les pregunto que les estaba pasando. No les recrimino que durante ocho días la hubieran tenido a la deriva, imaginando que estaban muertos. Los miró. Los volvió a mirar con la esperanza de que mejor estuvieran muertos. Se quedo callada. Supo que el incidente era el comienzo de un irremisible fracaso, de un anatema que no descansaría hasta cumplirse. Les sirvió la comida. Nadie dijo una palabra. Nadie volvió a hablar. De ahí en adelante comenzarían los paseos diarios de sus padres por la playa. Cada vez se iban más lejos. Algunas veces tardaban días en regresar. Sebastián se quedaba por lo general tirado en su catre, mirando el techo. Pensaba en ellos. Se los imaginaba tan desconcertados como él, respecto a la causa de la crisis en que estaban todos sumergidos. Cinco años después, al leer la carta que le dejaron el día del suicidio, comprendió que no. Ellos sabían la razón. Cada día, en sus paseos, salían a luchar contra ella, salían a mirar el mar. Luchaban contra el menoscabo hasta desgarrarse. Luego regresaban a casa sospechando que estaban más resquebrajados que el día anterior. Empezaron a aceptar la idea de matarse, hacia el primer año. El segundo ya estaban convencidos pero todavía forcejeaban por alargar la fecha. Esos siete días, encerrado en la cabaña, el estuvo sonsacándole a la carta el minucioso trabajo de sugestión realizado por el océano. Allí descubrió que eso era lo que había venido urdiendo el mar en contra de sus padres. Con el oído más reconcentrado, con la energía más imprevista, juró que no le iba a dar gusto: juró no suicidarse.

El atardecer en que falleció de una vejez insondable, aun se preguntaba que recurso habría tenido que inventar para resistir todos esos años el destierro de la muerte, si no hubiera poseído los recuerdos que atesoró esa noche. Solo por la reiteración persistente y desesperada de esos momentos compartidos, pudo conducir su vida por los dolorosos estados de la supervivencia. Aprendió a evocarlo todo. Desde que se ponía de pie porque las huellas de sus pies ya estaban borradas, hasta que a la mañana siguiente corría al muelle a proponerle a Teresa que renunciara a todo para quedarse a vivir con él. Al llegar se encontró con la noticia de que el yate ya había salido. El se quedó petrificado, mirando el agua, percibiendo como nunca su soledad de perro, percatándose de que cada vez que tenia una ilusión el mar se la rapaba. Comienzo a sonreír y en media hora ya no pudo más con sus carcajadas bestiales que ya habían aglomerado una buena cantidad de personas en torno suyo preguntándose a que se debía es estado histérico. Todavía riéndose, se abrió paso entre la gente para ir a desayunar. Ninguno entendió que le pasaba. Solamente él era consciente de la burla descarada, de la humillación atroz que le estaba preparando el mar. Ahora sí podía desquitársele. Lo había descubierto poniéndole la trampa más sutil. El mar quería seducirlo al acto final con el tormento de que Teresa, la única mujer que supo amarlo, no volvería nunca. Ella misma, sería el instrumento del desagravio.

Quiso llegar pronto a dormir a la cabaña pero el mar le cerró el atajo del acantilado con un nivel de agua inexplicablemente alto para esa época del mes. Tuvo entonces que coger por la brecha que corría entre los matorrales. Estaba enfermo. Al rato ya no pudo despojarse de los desvaríos que comenzaban a invadirle la conciencia. La debilidad no le hubiera permitido notar la fogata en que los extraños del yate estaban reunidos, si no se hubiera fascinado como se fascinó al descubrir que ahí mismo, poniéndole leña al fuego, estaba la mujer que había visto por la mañana. Durante todo el día la había deseado en secreto y solo hasta entonces vino a darse cuenta. Tuvo miedo. Se quedó espiándola bastante tiempo. Ella vio su sombra entre los arbustos y fue a investigar quien era. Sus compañeros no la vieron pararse. Trató de sacarlo del estado casi convulsivo en que lo descubrió. Se ofreció a ayudarle a quitarse la ropa mojada y a cubrirlo con algo para calentar su cuerpo. Le aseguro que lo que tenía era un malestar pasajero por lo que mañana ya estaría repuesto. Como no encontró otra cosa lo cobijo con sus propios vestidos, conservando para sí sólo la ropa interior. Entonces fue cuando lo miro con otro tipo de ansiedad, dejando que le tocara la mano, los brazos, los hombros, que la besara en el cuello, y ya no supo hallarse al sentir a Sebastián yendo por todo el cuerpo, ya totalmente desnudo. Se tendió ahí tranquilamente, acariciando esa espalda anchurosa. Quedó absorta con el ondulado movimiento de sus caderas, consumida en ese ser extraviado de tiempo.                                    
                                                                    



No hay comentarios:

Publicar un comentario